La que no existía by Boileau-Narcejac

La que no existía by Boileau-Narcejac

autor:Boileau-Narcejac [Boileau-Narcejac]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1952-07-15T00:00:00+00:00


CAPITULO VII

Al despertarse, Ravinel reconoció una habitación de hotel, recordó que había andado mucho rato, volvió a encontrar la imagen de Mireya y suspiró. Necesitó varios minutos para decidir que aquel día era probablemente domingo. Por fuerza tenía que serlo, puesto que Luciana iba a llegar en el tren de las doce y pico. Debía estar en camino. ¿Qué hacer mientras la esperaba? ¿Qué puede hacerse el domingo? Es un día muerto, caído a través de la semana, impidiendo el paso, y Ravinel tenía prisa. ¡Sentía deseos de llegar!

¡Las nueve!

Se levantó, se vistió, apartó el raído visillo que cubría la ventana. Un cielo gris. Techos. Claraboyas, algunas de las cuales estaban aún pintadas con el azul de la defensa pasiva. ¡No tenía gracia! Descendió, pagó la nota a una vieja con rizadores. Ya en la acera, se dio cuenta de que se encontraba en el barrio del Mercado Central, a dos pasos de la casa de Germán. ¿Por qué no Germán? Esto le permitiría esperar…

El hermano de Mireya vivía en él cuarto piso y, como el encendido automático de la luz estaba estropeado, había que subir a tientas, entre los ruidos y los olores del domingo. Detrás de los delgados tabiques había personas que canturreaban, que encendían la radio, que pensaban en el partido de la tarde, en la película de la noche; la leche se vertía chisporroteando sobre un fogón, los chiquillos gritaban. Ravinel quedaba excluido de la fiesta. Era una especie de extranjero. La llave estaba en la puerta. La llave siempre estaba en la puerta. Pero Ravinel nunca la utilizaba. Llamó. Fue Germán quien abrió.

—¡Caramba, Fernando! ¿Qué tal te va?

—¿Y a ti?

—Un poco carraca… Disculpa el desorden. Acabo de levantarme. ¿Tomarás un poco de café? ¡Sí, hombre, tómalo!

Precedía a Ravinel hacia el comedor, apartaba las sillas, hacía desaparecer un salto de cama.

—¿Y Marta? —preguntó Ravinel.

—Ha ido a misa, pero no tardará en regresar… Siéntate, Femando. No te pregunto por tu salud. Mireya me ha dicho que estabas en plena forma. ¡Tienes suerte! En tanto que yo… Por cierto, que no has visto mi última radiografía… Toma, sírvete; el café está en el fuego. Voy a buscártela.

Ravinel husmeaba con desconfianza un olorcillo a eucalipto y a farmacia. Al lado de la cafetera había una pequeña cacerola que contenía agujas y una jeringa, y Ravinel lamentó haber ida a casa de su cuñado. Germán buscaba en su habitación. De vez en cuándo gritaba:

—Ya verás lo clara que es… Como ha dicho el doctor… Con cuidado…

Cuando uno se casa, uno cree unirse a una mujer, y se une a una familia. A todas las historias de una familia. Uno se casa con la cautividad de Germán, con las confidencias de Germán, con los bacilos de Germán. La vida es mentirosa. Cuando se es pequeño parece llena de maravillas^ y luego…

Germán regresaba con unos enormes sobres amarillos que hacían pensar en el correo de un político.

—¡Bueno, sírvete, amigo mío…! Claro que acaso ya te habrás desayunado… El doctor Leize es un hacha.



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